Psicofisiología - UNR - ISSN 2422-7358

 
martes, 05 de julio de 2022
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Columna del ex Profesor
Paracelso en Rosario PDF Imprimir E-Mail

Dante Alvarez

 El armatoste que tengo dentro de mi boca me impide hablar.La anestesia, si bien en un pequeño sector de mi cuerpo, me permite la experiencia de la abolición de ciertos sentidos.

 Curiosa paradoja que permite el despertar de otros. Otra vez el sonido, esta vez el del torno, me vá transportando, como guía. El zumbido, que de tan  monótono se vá representando como lejano, me  transporta a la profundidad. Profundidad de una pequeña cavidad, la de la carie. Pero no por pequeña no profunda. Bien ha dicho Freud, si mal no recuerdo del todo, que en ella puede caber la totalidad de nuestra narcisismo dolorido.           

 Es decir, todo un hombre puede contractarse en un pequeño vacío, como si todos los puntos de sus infinitas posibles expansiones fueran a darse cita -como por arte de magia- en esa minúscula porción del espacio - tiempo. Es la experiencia del dolor, de la angustia.

 Llegando a profundidad pienso en lo secreto, lo recóndito. En los arcanos. Me gusta esta palabra. Me ha capturado. Es de los alquimistas. Siempre me atrajeron esos hombres, con sus retortas humeantes, sus alambiques multicolores, sus morteros desordenados. Sus ojos sorprendidos, su rigor, su ensimismamiento, su devoción, su felicidad.

 Alquimistas, buscadores de arcanos. Esa es su pasión. Paracelso es uno de ellos. Allí está. Me lo presenta Quentin Metsys, un pintor que acabo de conocer. Algo regorte, mira fijamente, con su cabeza algo rotada a su derecha. Es joven. Su rojo sombrero me resulta extraño, no me animo a decir ridículo pues temo ofender a este hombre con mi torpeza. Su pelo es castaño, casi rubio, cae hasta casi sus hombros, tiene bucles. Cubierto con una capa marrón y negra -que se me ocurre aterciopelada-, sus manos pequeñas asoman sostiendo un libro minúsculo. Al fondo alcanzo a divisar un río, un puente, una casa, unos riscos, tal vez un lago. Al pié de la imagen una leyenda reza: "Famoso doctor Pareselsus".            

 Es un Colón de la medicina. Es del linaje de Gutenberg, de Copérnico. Protegido por Erasmo de Rotterdam, compartía con él la ilegitimidad. Esto quiere decir no sólo en cuanto a sus orígenes, si no a que no legitimaban la necedad de la época. Escribió un libro con un título hermosísimo: "El laberinto de los médicos errantes". No me hace falta nada más, por ahora, para adherirme, para irme con él.           

 Vamos caminando. Ha dejado Basilea. Decide deambular predicando. Por momentos no soporto la diferencia, veo mis ropas muy distintas. Decido tratar de mirar más lejos para así no enredarme en pequeñeces. Me habla de su filosofía, de la naturaleza. De los planetas, de la astronomía. Recuerdo a Erasmo y su libro "Elogio de la estulticia". Estulticia es necedad. Debo esperar, no ser necio. No apurarme.           

 Voy entendiendo. Este hombre piensa en términos de totalidad. Por eso la astronomía. Es sólo una metáfora que hoy, a más de cuatrocientos años, llamamos sistema, complejidad. Hay que ver a lo de los arcanos de igual manera. Su tender a "el médico interior" no es otra cosa que intentar buscar lo que hay detrás del dolor, de la angustia.            

 Su idea de "el médico exterior" está sólo en función de la anterior. Para él hay tantos arcanos como dolencias, pero el mejor remedio es el "interior". Sólo se actúa cuando este desfallece. Me habla de la virtud, me insiste en ella, sería mi poder para curar.           

 Estoy agotado. Me parece estar en una clase inmensa, tan extraña como conocida, interminable. De todos modos estoy más tranquilo. Ya estoy lejos del temor al ridículo, su magnetismo me impregna, no tengo dudas. Theophrastus Bombastus von Hohenheim, como también se llama mi acompañante, me guiña un ojo. Se sienta en una enorme piedra rosada, junto al río que veía antes. Promete contarme de sus enemigos, los médicos que lo echaron de Basilea.            

 Soy como un chico, arrobado ante el cuento por venir. "Te contaré sobre la comparsa del Versaglieri, a quien prefiero llamar Zoroastrucho; sobre Mineral Magno, el conquistador;  también de la extraña asociación de Goebbels, el concejal con Necochea, el refranero y Aeroplanito, su discípulo. Sin olvidar nunca a Melani, el Buda; a Wonderwoman, la clarividente y tantos otros. Como Santoyjudío, el resucitado que brilla" . Creo reconocer a cada uno de ellos. Sí, son mis enemigos cercanos. No sé si menores. Un gusto amargo llega a la boca. Tengo miedo. Suelo verlos a diario en los escaparates postmodernos donde se exhiben, con aire victorioso. Pero me anima un vientecillo épico. "Son escoria, no hagas caso", truena este Zaratustra que ha reanudado su marcha. Caminamos hacia el puente.            

 "Hemos terminado". El odontólogo retira el armatoste. No me ha dolido. La carie está arreglada. Obturada la profundidad  vuelvo a otra dimensión. No me ha dolido. Busco a mi compañero, por fortuna sigue allí, cerca mío. Solo yo lo puedo ver. Es gracias a él que los medicamentos empezaron a usarse específicamente. Con una disimulada seña le agradezco. Me devuelve un tímido gesto, no sin algo de fastidio.           

 Le pido que no me abandone todavía. Salimos a la calle, rumbo al consultorio. Las vidrieras devuelven mi imagen corriente, la que todos pueden ver. Yo se, en mi intimidad, que no es así. Abro la puerta del consultorio. Allí veo mis retortas humeantes, mis alambiques multicolores, mis desprolijos morteros.             

 
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