Psicofisiología - UNR - ISSN 2422-7358

 
martes, 05 de julio de 2022
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El diario a trasluz

Viuda de Dante Alvarez & Cía


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La ventana donde el tiempo parecía haberse detenido

Estoy convencida de que aquel hombre entrado en años conocía la estereotipia más que cualquier otro. Renunciando a los vaivenes de la vida, buscó refugiarse en su casa de cuentos, escondiendo el alma tras el velo de un mecanicismo impecable.

Sin bostezos ni rituales de esos que quitan la modorra, abandonaba la cama con los primeros destellos de alborada. Como si la luz recién amanecida lo empujara compulsivamente de su sueño. Y uno no puede dejar de preguntarse por qué motivo se sentaba con parsimonia en la cama, abandonando la calidez del espacio tibio, mientras sus pies hallaban con pronta exactitud, la trama familiar de una alfombra añosa. Y erguía su cuerpo. Por qué amanecía solemnemente con cada clarear. Qué fuerza lo habitaba, haciéndolo abandonar esa cómoda y retentiva posición horizontal.

Uno puede preguntárselo pero jamás hallará respuestas. Y no queda más que suponer que esa fuerza no era otra cosa que los rayos de sol, el ansia de café, quizás, o ese impulso arcaico a continuar viviendo, que más o menos acicateado, nos alcanza a todos y nos despierta de la muerte.

Dudo que le haya nacido a él este interrogante, en esos intervalos en los que abandonaba la cama, ponía a hervir agua, y levantaba el periódico que con una regularidad religiosa, el diariero deslizaba trabajosamente bajo su puerta.

Cuando la pava silbaba y el ambiente comenzaba a inundarse de olor a café, continuaba con otra jugada totalmente premeditada. Se sentaba en un sillón verde musgo, desprotegido de los zarpazos del tiempo, expuesto a la claridad que lo golpeaba de frente y que provenía indiscriminadamente de un gran ventanal ubicado en la ochava.

Tomaba una de las páginas del periódico, la apoyaba cuidadosamente sobre el vidrio, se sentaba en su sillón de herencia familiar, y leía. Leía a su forma, claro. El trasluz era el comienzo de la aventura de su vida. Mezclaba las letras impresas, del derecho y del revés, configurando historias que sólo él podía leer. Y en esas letras entremezcladas tenía una mujer bonita que le ahorraba la tarea de preparar café; tenía hijos dispersos por el mundo, un puesto de trabajo reconocido, similar al que ansiaron infructuosamente todos los hombres de su línea filiatoria. Cenaba con mariscos y vino tinto, conducía lujosos convertibles, escribía best-sellers y algunos días, si las letras del dorso y el anverso se confundían más aún, hasta se leía siendo premiado con el Nobel de la Paz.

Nada era capaz de arrancarlo de su ensueño. Del delirio que le masajeaba el corazón con el firme propósito de mantenerlo vivo.

Y vos pasabas, cuando volvías del trabajo, y siempre siempre lo hallabas junto al ventanal, leyendo el diario a trasluz. Y no podías si quiera suponer los por qué de su existencia, de su sillón ajeado, de su particular forma de leer. Pero sentías una corriente cálida cuando lo veías allí.

Porque en tu día de fluctuaciones, de idas y vueltas, palabras y gentes, él era lo único constante. Su inmutabilidad te inundaba de un sosiego que no intentabas descifrar. Padre joven, flamante profesional, con un ritmo de vida ajetreado y proyectos a granel. Puede deducirse que motivaciones no te faltaban. Sin embargo, eso que te incitaba a abandonar la cama todas las mañanas, estaba construido del mismo material que aquello que lo hacía amanecer todos los días a él. Ese impulso enigmático, camuflado, hallaba en tu visión del hombre junto al ventanal, un ancla a la vida. Un punto suspendido en el tiempo, totalmente ajeno a las feroces oscilaciones de tu rutina.

 

Vos no te percataste de esta sensación. Sólo disfrutabas secretamente del placer de ver a aquel hombre allí, sin saber si leía o deliraba. O si soñaba despierto con una vida.

Hasta que pasaste un mediodía y hallaste los postigos cerrados. El periódico, aunque vos no lo sabías, había quedado en el suelo, sin nadie que lo recogiera. La pava no había silbado esa mañana. Te protegiste pensando que había emprendido un viaje añorado, que había conocido el amor tardíamente, o simplemente que se había cansado de leer.

Pero cambiaste de camino y no pasaste más frente su casa de cuentos. Y el desconsuelo fue tan grande que aún hoy, después de treinta años de no verlo leyendo a trasluz, no sabés dónde guardar tanta tristeza.

 

 

 
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