in memoriam Mariano Martínez, el del Normal 3
El mismo de aquel 21 de septiembre, caminando por el medio de calle Córdoba, seguido por todos nosotros, enjambre estudiantina. Con un enorme, ridículo perramus, haciendo toda clase de monerías. Con su caminar que no era cualquier caminar. Que era el clásico de los lesionados por la polio de las epidemias de los años cincuenta, especie de patente fácil de reconocer por los que ya orillamos medio siglo. Como el mismo decía, tenía una "patita"; no recuerdo si la izquierda, bien no interesa. Una secuela tremenda había hecho ese miembro sumamente hipotrófico, delgado y corto. Desarrolló al par una gran habilidad motora; sus otros músculos, vigorosos, resaltaban. Desinhibido, sin dudas feliz, era el bastonero. Su marcha tenía una cadencia donde volteaba su cuerpo hacia el lado de la pierna enferma mientras daba el paso hacia adelante, con un movimiento inicial veloz, como jugando, ligeramente hacia afuera; para después parecer hundirse en un terreno pantanoso, como cayéndose hacia ese costado, al tiempo que contrabalanceaba con su tronco y su cabeza ejecutando una especie de bamboleo armonioso, ágil; compensándose un tanto se erguía entonces con decisión sobre la pierna sana, como en una conquista autoafirmativa, apareciendo así más alto, firme y derechito. Hasta volver a caer instantes después nuevamente en un ciclo, frente al cual surgía incansable, tenazmente constante. El mismo de aquella tarde de primavera casi entrada en verano, sentado ante mí en la cocina de la que sería por poco tiempo más mi casa de hijo soltero; volcado en la silla hacia atrás, meciéndose lentamente contra la pared. Como siempre pantalón y saco de diferentes, remotos, trajes. No recuerdo los colores, adivino que andarían en la gama de los grises o los marrones, tal vez negros. Su infaltable wash and wear, clara por lo desteñida, abierta arriba, donde el cuello jugaba cual desprolijas alas al viento. Por supuesto, de rigor, sin corbata. Y sus infaltables zapatos de goma, redondos, negros; aquellos heroicos pioneros de una progenie que nunca soñaría llegar a ocupar, con algunas modificaciones no sustanciales, un lugar de privilegio entre los jóvenes de hoy. Menos jocoso, su cabeza más bien pequeña, coronada por corto pelo crespo, golpeaba contra la pared en una especie de contrapunto con la trayectoria de su cuerpo, con suavidad, pero siempre con constancia. De a ratos serio, no acordó conmigo en el tema obligado de entonces: lo social, lo político. Era el comienzo de los setenta, el inicio de aquellos años renegados. El mismo que avanzaba, como siempre, con su marcha, con sus ropas, unos diez años después. Pudimos vernos bien. Llevo grabado aquel momento tan intensamente, tan nítidamente, como fugaz fué. No me saludó. Momentáneamente paralizado, la columna de automóviles que me detuvo en aquel segundo hoy eterno, se destrabó mientras él cruzaba y, cuando quise acordar, a medio despabilar, seguí mi marcha por la calle y por la vida. Como seguramente hizo Mariano, en su constante autoafirmación, sellada en su andar. Andar que se detendría ante las balas, disparadas por alguno, tal vez policía, tal vez militar, que segaron su vida poco tiempo después, como pude anoticiarme en los diarios. El mismo que habita constantemente en mi memoria, compartiendo ilusiones, permitiéndonos reencuentros de sueños justos, solidarios, juveniles. Allí sí él puede saludarme libremente, a sabiendas que no debe protegerme de quienes acechan por sus amigos. Memoria secreta hasta hoy, curiosa materialidad de nuestra existencia atemporal. |